Según diversas encuestas, la CGT es la institución con peor imagen entre los argentinos y sus dirigentes son los peores ubicados en las tablas. La realidad es tan palpable que ante los últimos fracasos, los “gordos” ven cada vez más lejos lanzar otro llamado a paro general, mientras mantienen un fluido canal de negociación con el gobierno.
Los dirigentes sindicales que integran la CGT son los que peor imagen tienen entre la opinión pública
A contramano de las declaraciones belicosas de algunos de sus dirigentes la CGT encontró en febrero razones para descartar en el corto plazo la adopción de nuevas medidas de fuerza tras el paro del 24 de enero.
Una reunión secreta de la «mesa chica» el miércoles pasado y otra prevista para este jueves se convocaron bajo la misma premisa: poner en común un escenario de virtual armisticio con el Gobierno a partir de la falta de operatividad de la reforma laboral contenida en el DNU 70/23 y de la ausencia de riesgo para sus obras sociales en las normas que dictó el Ejecutivo en las últimas semanas para desregular el sector.
Hasta ahora la conclusión mayoritaria fue que la central obrera no avivará un escenario de confrontación con La Libertad Avanza y aguardará la evolución de las variables económicas y del humor social durante marzo antes de analizar protestas.
El virtual armisticio con el Ejecutivo, que parecía una quimera apenas un mes atrás, cobró fuerza en los últimos días más por la percepción de la CGT de haber sido menos dañada por Javier Milei que otros sectores que por eventuales mejoras en un vínculo que permanece interrumpido con el oficialismo y sin visos de diálogo alguno.
Ningún gremialista preveía una mejora en la economía pero la mayoría de ellos auguraba un presente más sombrío para sus organizaciones. En algunos casos pareció colaborar que desde el oficialismo, en particular en torno del jefe de Gabinete, Nicolás Posse, y del asesor sin cargo Mario Lugones -cercano, a su vez, del operador radical Enrique «Coti» Nosiglia-, les dieran a entender sobre la aparente posesión de informaciones perjudiciales de referentes del sector.
La primera cumbre del cierre del verano se concretó el miércoles pasado en el sindicato de Sanidad. Allí acudieron al menos dos de los secretarios generales, Héctor Daer (dueño de casa) y Pablo Moyano, junto con José Luis Lingeri (Obras Sanitarias), un representante de los estatales de UPCN y un número muy acotado de dirigentes.
Allí Lingeri tuvo un rol protagónico como especialista en el rubo de las obras sociales para explicar las últimas normas desreguladoras del Gobierno. Contra todos los pronósticos el jefe de Obras Sanitarias llevó tranquilidad: explicó que en lugar de representar un perjuicio, el decreto que habilita la «libre competencia» de las prepagas en el mercado de las obras sociales implica para las primeras la retención de una porción de las cuotas de los afiliados que hasta ahora sólo correspondía a las prestadoras sindicales.
Los técnicos del rubro le habían hecho saber a Lingeri que para captar asociados entre los trabajadores, las prepagas deberían a partir de ahora sufrir la retención del 20% del aporte excedente de cada trabajador con destino al Fondo Solidario de Redistribución (FSR), una herramienta financiera que por muchos años fue clave para la actividad y que en el último tiempo terminó vaciada por la suba exponencial de gastos en el ítem de discapacidad. De hecho la CGT por años intentó que la medicina privada aportara 15% de ese excedente por los afiliados que recogía de sus asociaciones con obras sociales chicas -«sellos de goma»- y el decreto excedía aquella expectativa.
Esa equiparación se sumaba a la poca perspectiva de pérdida de afiliados que las obras sociales tienen respecto de las prepagas. Como reconocieron los principales empresarios de la actividad, su propósito en el actual escenario es retener y captar sólo asociados en los segmentos de mayor poder adquisitivo y cobrarles cuotas desreguladas, no así entre las capas de trabajadores de ingresos medios y bajos, adonde el sindicalismo tiene su principal clientela.
Así presentada, una herramienta en teoría diseñada por el Gobierno para castigar a la CGT por el paro del 24 de enero fue reinterpretada como un cambio inocuo, sólo parcialmente perjudicial para las obras sociales en el punto en el que elimina la permanencia de un año en la prestadora de origen de la actividad de cada trabajador.
Los participantes en el encuentro concluyeron que mantendrán una alerta cautelosa sin forzar el debate de un eventual nuevo paro nacional o movilización masiva. La presión sindical quedará a cargo de cada gremio afectado por un parate en sus paritarias (como sucedió la semana pasada con los maquinistas de trenes de La Fraternidad y con Sanidad o este lunes con los docentes) o posibles conflictos por despidos. Entre tanto habrá un monitoreo constante de las variables económicas y su impacto en el bolsillo de los trabajadores, así como del discurso que ofrecerá Milei en la apertura de sesiones del Congreso.
Otro factor de análisis será el futuro del DNU, frenado en su capítulo laboral por sucesivos fallos de la Justicia del Trabajo a instancias de presentaciones impulsadas desde la propia CGT. Para los líderes de la central el termómetro del humor social será marzo, con la entrada en vigor de los aumentos más lesivos para el bolsillo de las capas medias y bajas, tanto en el transporte y los servicios públicos como en la educación y la medicina privadas. «El Presidente dura ocho meses o dura ocho años», evalúa un técnico que asesora a la «mesa chica».
Este jueves habrá un nuevo encuentro de monitoreo. Será a partir de las 15.30 en la sede de la Unión del Personal Civil de la Nación (UPCN) adonde se espera la participación de los referentes de la «mesa chica». Para entonces la dirigencia también podrá anoticiarse de las novedades recogidas por Gerardo Martínez (albañiles de Uocra y virtual canciller de la CGT) en su estadía en Washington con autoridades del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Allí el sindicalista espera reforzar una condena internacional contra el Gobierno por el protocolo antipiquetes y otros anuncios del oficialismo destinados a limitar la protesta social y el margen de los sindicatos para actuar.