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Se cumplen 40 años del informe de la CONADEP

Hace 40 años, Ernesto Sábato y los otros miembros de la Comisión entregaron a Alfonsín el Informe Final de lo actuado en 9 meses. Se logró en medio de amenazas de los militares, los ataques de la izquierda, el boicot de los organismos de Derechos Humanos y la durísima campaña del peronismo que buscaba una amnistía para los genocidas y los terroristas.

Conadep, la única comisión que supo funcionar: los que se opusieron, el Nunca Más y las polémicas que no se apagan. El 20 de septiembre de 1984, después de 9 meses de trabajo arduo, Ernesto Sábato como presidente de la Conadep entrega el informe final al presidente Alfonsín.

Se suele citar un dictum de Perón para desestimar la eficacia de cualquier comisión: “Para que algo no funcione, nada mejor que formar una comisión”. Hubo al menos una comisión que se erige como una notable excepción. Un ejemplo apabullante sobre cómo debe actuar un grupo de personas en busca de un objetivo común, detrás de un fin. La Conadep (La Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas) nació bajo las sospechas de todo el arco político y de casi todos los organismos de derechos humanos y en nueve meses después de su formación emitió un informe completo, honesto e irreprochable.

La Conadep, el punto de quiebre de la actitud estatal respecto a las violaciones a los derechos humanos. Alfonsín declaró en el momento de la creación: “No puede haber un manto de olvido. Ninguna sociedad puede iniciar una etapa sobre una claudicación ética semejante”.

El artículo 1 establecía que el objeto sería “el de esclarecer los hechos sobre la desaparición de personas ocurridas en el país”.

Las tareas que el decreto 187 encomendaba a la Conadep eran ciclópeas. Debían recibir denuncias y pruebas y remitirlas a la justicia si constituían delito; averiguar el destino o paradero de las personas desaparecidas; determinar la ubicación de los niños sustraídos; denunciar a la justicia cualquier intento de sustracción, ocultamiento de pruebas o encubrimiento. Y, por último, emitir un informe final a 180 días de su constitución.

Los que sospecharon de la Conadep y de sus probabilidades de éxito, hay que reconocerlo, tenían motivos para hacerlo. Parecía que no existía posibilidad alguna de que sus objetivos fueran a cumplirse.

La Comisión estaría integrada por diez personalidades de gran prestigio en la sociedad, que generaran confianza y por seis legisladores que representaran la variedad parlamentaria. La integración y la idea de la Conadep misma que parecen incuestionables a casi cuatro décadas de su creación fueron muy controvertidas en la época de su conformación y actuación.

El gobierno y sus integrantes debieron luchar contra diversos enemigos y sortear más obstáculos de los que se puede imaginar a más de tres décadas. En la actualidad se suele hablar del “Consenso del Nunca Más” para referirse a acuerdos mínimos sobre las violaciones a los derechos humanos y a las bases de nuestro sistema democrático, en diciembre de 1983 ese consenso estaba muy alejado de conseguirse.

Que la Comisión dependiera del Ejecutivo le daba poder de control a Alfonsín y eso alteraba a las otras fuerzas políticas. Él insistía en que era una entidad autónoma pero el peronismo decía que le querían sacar participación. Sin embargo, invitados a integrarla, los legisladores peronistas se negaron a hacerlo. E intentaron quitarle toda legitimidad. Las críticas en el momento de su conformación fueron feroces. De los legisladores sólo participaron tres diputados radicales: Horacio Huarte, Santiago López y Hugo Piucill; designados por la Cámara se sumaron en enero de 1984. Los tres lugares destinados a la oposición quedaron vacantes. El paso del tiempo no menguó la ignominia de esas tres sillas vacías. Los que intentaron obtener una ventaja por mero cálculo político, en esa ocasión perdieron las dos carreras: la de ese presente y la de la historia.

La primera discusión se centró en que la oposición y muchas de las organizaciones de derechos humanos propiciaban la creación de una comisión parlamentaria bicameral. Alfonsín siguiendo el consejo de su jurista de cabecera, Carlos Nino, quien construyó junto a Jorge Malamud Gotti la arquitectura jurídica del juzgamiento a los líderes militares (y del tratamiento de toda la cuestión militar y su relación con la justicia), se inclinó por la comisión de notables con participación de legisladores. No querían que la cuestión se borroneara con reyertas partidarias, con cálculos electorales o que los legisladores se dejaran influenciar o presionar.

Alfonsín, unos días antes de asumir, había expresado en declaraciones periodísticas las intenciones de que la Comisión fuera autónoma y que sus miembros tuvieran plena libertad: “En la comisión investigadora quiero que estén desde Monseñor Jaime De Nevares hasta Pérez Esquivel, pasando por dirigentes de todos los partidos políticos. Queremos que se sepa la verdad de lo ocurrido. Que aparezcan con vida habrá muy pocos. Sé lo que voy a hacer. Sé que no voy a quedar bien con nadie, aunque estoy seguro que a mayoría silenciosa estará de acuerdo conmigo. Los que tienen capacidad de movilización por un lado o por otro, se pondrán furiosos”.

Uno de los que rechazó la oferta del gobierno para integrar la Conadep fue el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. El presidente, a través de su ministro del Interior Antonio Tróccoli, llegó a ofrecerle encabezar la Comisión. Pérez Esquivel pidió tiempo para consultar con los organismos. El gobierno le dio un día. La respuesta final fue negativa. Augusto Conte y Emilio Mignone, el fundador del CELS, fueron otros dos de los que no aceptaron la invitación.

El gobierno tomó un camino impensado. No buscó integrantes adictos ni dóciles. Sólo buscó que fueran irreprochables. La tarea era institucional y no partidaria. Haber pensado en Pérez Esquivel y el prestigio que venía con el Nobel de la Paz es una muestra de ello. Nadie podía tildar al arquitecto como alfonsinista. Hoy resulta inimaginable que la sociedad se ponga de acuerdo en 10 nombres, resulta inconcebible que 10 personas públicas y prestigiosas no sean repudiadas por ninguna de las diversas facciones políticas más representativas.

El peronismo se oponía a la conformación de la Comisión, el mismo peronismo que había hecho campaña anunciando que confirmaría y avalaría la ley de autoamnistía: “El Partido Justicialista mostró inicialmente una posición ambigua y terminó definiéndose por el rechazo, en una mezcla de crítica oportunista y gesto de profunda indiferencia por el tema” escribió Ulises Gorini en su historia de las Madres.

El gobierno, casi como un gesto de buena voluntad, dejó fuera de la investigación el periodo peronista y a la Triple A. Era terrorismo estatal pero había que investigar a un gobierno democrático. El límite temporal que se estableció fue el del 24 de marzo del 76, todo lo actuado por el Proceso de Reorganización Nacional.

En esta historia – en la de la Conadep, el Juicio y los otros hechos de esa temprana democracia- los protagonistas están claros. Héroes (los del periodo de la Dictadura fueron menos: los organismos), víctimas y villanos. Lo que no se suele ver es los que no participaron, los que quedaron fuera de campo, por decisión (o indecisión propia). Esos suelen ser los que luego levantan la voz para criticar aquello que no terminó de salir bien y de atribuirse méritos (o convertirlo en un logro colectivo) en aquello que no intervinieron voluntariamente.

Los grupos de derechos humanos tampoco estaban de acuerdo movidos por el temor y la suspicacia de que a los radicales no les convenía ir a fondo porque se les complicaría el manejo de los asuntos cotidianos por la amenaza permanente de una sublevación militar.

Al día siguiente de la publicación del decreto de creación de la Comisión, las Madres de Plaza de Mayo y otros organismos de DD.HH. pidieron a través de un telegrama una reunión con el presidente. Querían saber cuál sería el alcance de sus tareas, cómo se instrumentaría. Y presionar de nuevo con la opción de la Bicameral. Alfonsín los recibió y explicó su posición. Reiteró su deseo de que la política no entorpeciera la investigación.

Los organismos sostenían que las actuaciones de la Bicameral, por su carácter deliberativo y público, eran más confiables. El diputado Augusto Conte, padre de un desaparecido y electo por la Democracia Cristiana se ganó el mote de “el Diputado de los Derechos Humanos”, presentó un proyecto en el Congreso. Lo que sorprende es la confianza en el cuerpo legislativo ya que no eran demasiados los diputados que habían demostrado preocupación y adhesión con la causa de los DD.HH. Pero, sus impulsores descontaban que, sin importar sus posturas anteriores, los legisladores peronistas serían todo lo duros y estrictos que se necesitara para incomodar al gobierno de Alfonsín. Además contaban con que también se incluyeran a los que ellos llamaban presos políticos. La Conadep no entraría en esa cuestión.

Con las Madres de Plaza de Mayo a la cabeza y con la voz iracunda de Hebe de Bonafini marcando el ritmo, los organismos de DD. HH se opusieron con fervor a la comisión de notables. Sus miedos no eran infundados. Podían creer que dependiendo del Poder Ejecutivo, la investigación no iba a ir a fondo, que carecía de especialistas (esto más que nada sucedía porque los convocados del sector no aceptaron) y que Alfonsín los manejaría para que no le complicaran el panorama y la gobernabilidad.

De todas maneras, a la distancia (más allá de la labor excepcional de la Conadep que superó cualquier expectativa previa), no se logra entender cuáles eran los motivos de la confianza desmesurada en la Bicameral. No había antecedentes que permitieran suponer que un conjunto de diputados y senadores radicales, peronistas, del partido intransigente, de la UCD, de la Democracia Cristiana y de partidos provinciales se pusieran de acuerdo y de que su trabajo conjunto diera como resultado algo productivo. Las posibilidades de que sus miembros se pelearan, fueran influidas, los infiltraran y que obstaculizaran las actuaciones en beneficio propio con miras electorales –tantas oficialistas como opositores- eran altísimas.

Esto no impidió que en las provincias en las que el peronismo se había impuesto en las elecciones del 30 de octubre se anunciara con celeridad la creación de comisiones bicamerales. Por desgracia la velocidad del anuncio fue muy superior a la de la conformación, puesta en funcionamiento y, aún más, de la obtención de resultados. Tan solo un ejemplo: durante la celebración del Juicio a las Juntas –es decir un año después, en la revista El Periodista una columna anunciaba “En Tucumán mucho mejor la Bicameral”, pero al leer el cuerpo de la nota descubrimos que sólo se trataba de una expresión de deseos: todavía no se había puesto en marcha y quien hablaba adivinaba que el resultado superaría al de la Conadep. La respuesta sobre si las bicamerales provinciales lograron su cometido la encontramos en las memorias de Alfonsín: “En varias provincias se crearon comisiones de este tipo. Ninguna logró funcionar a pleno con efectividad, ninguna se destacó en el esclarecimiento de los hechos que se le habían encomendado”.

La Comisión Bicameral no aseguraba ningún resultado. Lo que Alfonsín y sus colaboradores más cercanos sí podían anticipar era que el peronismo endurecería su posición y exigiría mucho más rigor del que hubiera estado dispuesto a aplicar en caso de haber sido gobierno (de acuerdo a su plataforma y promesas electorales: ninguno). El Teorema de Baglini en su máxima expresión solo que antes de ser formulado.

De todas maneras, con la Comisión en marcha la mayoría de los organismos dieron su apoyo y aportaron gente. Las Abuelas de Plaza de Mayo enviaron una carta y fueron las primeras en ser recibidas por la Conadep.

En la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) se produjo un debate para determinar si sus miembros (los tres representantes religiosos) la debían integrar. Se decidió que sí. Pero no sólo fueron “notables”. Además de los que ocuparon las secretarías –en especial Graciela Fernández Meijide-, varios de los integrantes de la Asamblea Permanente de DD.HH, de La Liga y del CELS se sumaron al equipo que recabaría testimonios, datos, inspeccionaría centros clandestinos desguazados y que calificaría y ordenara la información.

Sólo las Madres y el Serpaj (el de Pérez Esquivel) seguían rechazando esta solución. Las Madres estaban totalmente en contra de la división tripartita de responsabilidades que había enunciado el presidente desde la campaña y pretendían y exigían –como lo hicieron durante décadas- juicio y castigo de cada responsable, sin que ninguno se beneficiara con eximiciones en el campo penal.

También sufrió críticas y resistencias la idea de que los integrantes fueran notables. Osvaldo Bayer escribió que el concepto de notables tenía un cariz autoritario, imperdonable para los nuevos tiempos democráticos.

Los otros que se oponían terminantemente a las actuaciones de la Comisión fueron los militares y los sectores de derecha que decían que todos estos intentos por investigar eran obra de la subversión y que las denuncias eran un cúmulo de mentiras.

Luego de la danza de nombres, la Comisión quedó conformada por: Ernesto Sábato, René Favaloro, Magdalena Ruíz Guiñazú, los juristas Ricardo Colombres y Eduardo Rabossi, el científico Gregorio Klimovsky, el ingeniero Hilario Fernández Long, el obispo católico Jaime de Nevares, el rabino Marshall Meyer y el obispo metodista Carlos Gattinoni. Un elenco irreprochable con variedad de profesiones, con representantes de los tres credos más importantes y con escasas relaciones con el Proceso.

Durante las primeras semanas de funcionamiento parecía que la misión fracasaría. Nadie sabía bien cómo organizar el fárrago de información que llegaba, las filas de denunciantes y tampoco cómo abarcar todo el país y no sólo a Capital y el Gran Buenos Aires.

A fines de diciembre se incorporó una pieza clave: Graciela Fernandez Meijide, a cargo de la secretaría de Recepción de Denuncias. Su tarea y experiencia en el mismo sector en la APDH fue vital para la ejecutividad de la Comisión. Lo mismo ocurrió con las restantes secretarias a cargo de Leopoldo Silgueira (Administrativa), Daniel Salvador (Documentación y Procesamiento de Datos), Raúl Aragón (Procedimientos) y Alberto Mansur (Asuntos Legales).

Se publicaron avisos en diarios, revistas, radios y televisión para convocar a la gente para que declarara, para que vencieran sus temores y para asegurarles que era una actividad segura. Los spots en los medios electrónicos –que fueron protagonizados por Magdalena- tenían como fin no sólo difundir la tarea y provocar la participación, sino también sacudir los miedos y fantasmas del pasado reciente.

En enero de 1985 el Centro Cultural San Martín, sede de la Comisión, se convirtió en un hervidero y cientos de personas pasaban por día a dejar sus denuncias y documentación. Los miembros de la Conadep visitaron los centros clandestinos, tomaron denuncias, siguieron pruebas, revisaron expedientes, indagaron en registros militares y policiales.

La labor de las secretarías y de las organizaciones de derechos humanos que aportaron material probatorio fue fundamental. Graciela Fernández Meijide contó que debieron adiestrar (o reemplazar) a quienes recibían las denuncias de familiares y de detenidos porque muchos no podían enfrentarse con esos relatos descarnados y repletos de dolor.

Magdalena y otros miembros recorrieron los centros clandestinos (o sus vestigios según el caso) para ver y entender la geografía del horror. En varias ocasiones debieron superar la oposición de jefes militares que no los querían dejar ingresar y hasta llegaron a recurrir a la ayuda de la justicia para conseguir sus fines.

Cumplidos los 6 meses, se pidió una prórroga de tres meses. En julio la Comisión emitió el programa en Canal 13 con 8 testimonios estremecedores y un gran rating (ver nota aparte). Luego, el 20 de septiembre de 1984 Ernesto Sabato entregó el informe final al presidente Alfonsín y al Ministro del Interior Antonio Troccoli.

Voluminosas carpetas, miles de fojas, que transcribiendo denuncias, aportando pruebas, narraban el horror vivido en el país. Afuera, en la Plaza de Mayo, más de 70 mil personas acompañaban. Esas personas, representantes de las agrupaciones y de partidos políticos (aún de aquellos que no habían acompañado la formación de la Comisión) sabían que vivían un momento histórico. Sin embargo hubo varios que no prefirieron no estar: las Madres, el peronismo y la CGT fueron las ausencias más notables.

Ernesto Sabato encomendó la elaboración final del informe a Gerardo Taratuto, jurista y dramaturgo, con un pasado en la defensa de las instituciones y los derechos humanos. Taratuto contó alguna vez que las directivas de Sabato fueron muy claras: “Quería un informe que ofreciera una visión nacional, diera cuenta de la violación de derechos y principios fundamentales del orden político, moral y religioso -el derecho a la vida, a la defensa y a la información-, que la gente lo pudiese leer, lo entendiera hasta un ama de casa y que, si lo leía un militar, se avergonzara y no pudiera aducir que eran patrañas”.

Este informe debe ser comparado con el otro documento producido con tan solo un año de diferencia por el estado argentino. En septiembre de 1983, un mes antes de dictar la ley de Autoamnistía, el gobierno de Reynaldo Bignone, en los estertores del Proceso, presentó el Informe Final. Un esperpento que no aclaraba nada, que no aportaba datos, que intentaba exculpar y justificar a los militares de lo actuado desde 1976 en adelante.

Tras la presentación, unas de las críticas que se le hizo fue la falta de publicidad. Los que habían desconfiado de la Comisión reclamaban que los resultados se difundieran. A los pocos días, Alfonsín ordenó publicarlo por la editorial universitaria, por Eudeba. Fue un éxito colosal. Las dos primeras ediciones agotadas el primer día de estar en la calle. Más de 600 mil ejemplares vendidos. El Informe logra no sólo transmitir los testimonios desgarradores, sino establecer con claridad que se trató de un plan sistemático orquestado desde el estado.

La otra objeción era la ausencia de una lista de represores. Los integrantes de la Conadep afirmaron, en ese momento, que habían elaborado la lista y la habían entregado al presidente Alfonsín, quien había decidido no difundirlo. Pocas semanas después, la revista El Periodista de Andrés Cascioli y dirigida por Carlos Gabetta publicó las listas. Se estima que el que las consiguió fue Horacio Verbitsky, redactor especial de la publicación. Las autoridades y miembros de la Comisión desmintieron las listas, asegurando que algunos nombres no coincidían con la real.

El prólogo del Nunca Más, escrito por Sábato, fue leído con respeto y como una buena introducción a lo que vendría. Con el paso del tiempo eso cambió y hubo quienes afirmaron que abonaba a la Teoría de los Dos Demonios. “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Esa es la frase que se consideró polémica y reprochable del prólogo de Sábato, sin tener en cuenta todo lo que dice después y que explícitamente habla de que el terrorismo de estado instaló “un terror infinitamente peor que el combatido”. En ningún momento hay un afán de convertir a las acciones en equivalentes ni de igualar la acción de los grupos armados con el terrorismo de estado. Por otro lado la frase cuestionada podría describir a la perfección nuestro 1975.

Tanto el prólogo original del Nunca Más (el kirchnerismo le agregó otro para refutar a Sábato), el alegato de Strassera y la sentencia del Juicio a las Juntas hablan de la violencia en la primera mitad de los setenta de las organizaciones guerrilleras. Porque el verdadero Consenso Alfonsinista, aunque lo hayamos olvidado, también incluía eso: condenaba sin ambages el terrorismo de estado, pero repudiaba, sin equipararla, cualquier tipo de violencia política. La sociedad del 83/84 no quería más violencia.

La actividad de la Conadep fue un paso adelante a lo que hasta ese momento había sido el movimiento de denuncia de los organismos. Ellos habían dado a conocer los casos, habían mantenido el tema siempre presente y lo habían hecho conocer: habían resistido. La Comisión estructuró eso, sistematizó la toma de denuncias e institucionalizó la cuestión. La Conadep con el apoyo estatal podía conseguir otros logros (o profundizarlos) por motivos bastante evidentes: tenían más posibilidades materiales y más gente, se estaba en democracia: la gente se animaba a denunciar lo sufrido por ellos y sus familiares, el alcance era nacional: había delegaciones en casi todas las provincias y hasta se recibían casos del exterior.

Registra 8960 desapariciones y la existencia y ubicación de 340 centros clandestinos de detención más allá de aclarar que pueden existir otros casos que no fueron denunciados y que se desconocían a ese momento. En la cifra aportada por la Conadep había muy pocos errores, casi mínimos teniendo en cuenta la magnitud de la investigación y la escasez de recursos tecnológicos. Por ejemplo, unas pocas mujeres aparecían dos veces: la primera con su nombre de soltera y la otra con el de casada.

El del número de desaparecidos es un tema que ha variado demasiado en estas cuatro décadas. Muchas veces se dejó de lado la investigación, las listas armadas con las denuncias de familiares, compañeros de militancia, vecinos, con los aportes de los organismos y se impuso el dogma, el número simbólico bajo amenaza, para quien se anime a confrontarlo mediante la investigación histórica, de ser tratado de negacionista. En el momento de la publicación del informe la cifra no fue refutada. Por el contrario, se agradeció que aparecieran los nombres de los que los militares habían desaparecido y, como no podía ser de otra manera, la cifra, la magnitud de la brutal masacre causó consternación.

El terrorismo de estado está descripto de manera contundente en esas páginas. El Nunca Más se convirtió, así, en el cuerpo probatorio indispensable en el Juicio a las Juntas Militares. Como topógrafos del horror los miembros de la Comisión cincelaron un mapa de las violaciones a los derechos humanos y las desapariciones.

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