Una leyenda que se escucha por los Valles Calchaquíes da cuenta de que los espíritus que han fallecido en circunstancias trágicas parecieran dejar su impronta de dolor expresada en manifestaciones fantasmagóricas.
Se cuenta que, en las noches frías de los Valles Calchaquíes, cuando las estrellas destilan su rocío que se convierte en nevisca y los habitantes de aquellos pueblos cierran sus casas “a machete”, cercana la hora de la medianoche, un olor fétido, nauseabundo, propio de cadáveres en descomposición ganaba las calles, era la señal de lo que vendría después.
Al rato, comentan, se escuchan los cascos de caballos dando contra el empedrado, marcando ese parejo sonido del animal al paso. Los lugareños tiritaban ya no de frío sino del miedo que los embargaba ante la proximidad cada vez más cercana de aquellos animales que repetían su lúgubre paseo en las frías noches.
Cuentan que los pocos que se animaban a espiar por alguna rendija o detrás de los visillos, se estremecían ante la contemplación de un carro que avanzaba lento, abatido por el traqueteo que le marcaban las piedras de la calle. ¡Pero no tenía caballos!
Así, el carro pasaba por delante de las casas, dicen, que llevando los cadáveres de los muertos por las epidemias que en aquella zona las hubo y varias: fiebre amarilla, cólera. Tanto que en Angastaco hasta se hizo un cementerio especial para las víctimas del cólera.
En ese andar por los caminos de los mitos pueblerinos, un parroquiano contó que una noche de esas noches invernales del junio vallisto sintió los cascos dar contra el empedrado. Valiente el gaucho, dicen que arremetió contra la puerta y abrió dispuesto a enfrentar su destino si acaso era la muerte la que cabalgaba junto a su ventana.
Pero se trataba de dos asnos comiéndose los carteles frescos de engrudo de algún candidato. Vaya a saber, quizás los burros en realidad estaban haciendo sociales con uno como ellos que habían encontrado.
Por Ernesto Bisceglia